miércoles, 23 de noviembre de 2016

La escena final

                                          
                                       "Ophelia" John Everette Millais 1852


 

Siempre llevé conmigo una atracción ineludible por literatos provenientes de las situaciones más adversas. Poetas malditos, incomprendidos, envueltos en fatales disputas de sus propias conciencias, en trampas diseñadas, como la composición de un poema, por las querellas de sus intelectos. Por alguna razón siempre busqué indagar en lo más profundo del sufrimiento humano, disfrazado con palabras, versos y metáforas; aunque quisiese evitarlo, pensar más en Whitman y no dejarme atrapar por la tentación de lo abismal. Por eso no pude evitar sentir estupor cuando me percaté de que mis tres escritoras predilectas: Virginia, Alfonsina y Alejandra, mis mujeres preferidas de toda la Historia, habían tenido su fin quitándose la vida. Por razones diversas, que sólo ellas supieron, aunque circulen los mitos de la esquizofrenia, el cáncer, o simplemente la desgracia, nadie puede adentrarse en los desquicios de sus mentes. Ellas tomaron la decisión de elegir cuándo abandonar la pluma y dejarse llevar por el sueño más eterno. Sumergiéndose para que la corriente se las consumiera, como lo hizo ya Ofelia, que sus palabras fuesen la corona perfecta para su futuro deceso, mientras dejaban por escrito en una carta, en un poema, su sepulcro. O tan solo ingiriendo su propio veneno, el encanto de una sobredosis perfecta, sin dolor ni placebos, se libera de sí misma y de ese mundo que nunca sintió parte de ella.

 Tal vez lo más interesante sea que las tres se encontraban más allá de su época, rompieron todos los estatutos, ninguna ocupaba el lugar que les fue asignado, no pudieron seguir las convenciones, no nacieron para contentar a quienes las rodeaban ni a la sociedad que les tocó formar parte. Sus escritos dejaron la sensibilidad de los dominios del lenguaje, las migraciones, el frío acero de las guerras; ellas combatieron, pero con palabras, las pesadillas de la Historia. Por eso mismo me es inevitable preguntarme si es entonces causalidad que todas ellas se despojaran de sí mismas.

 Es la forma que eligieron, la más congruente a sus trayectorias, no como artistas, sino como humanas, por un mundo que buscó anticipar su devenir en el arte. No he de estar segura si en dicho caso existió una especie de destino, o sólo el acontecer de sus marchas definió la palabra final de sus propios manuscritos. Se evanescen, de esta forma, dentro del universo sensible que sus manos fueron entregando al papel.

 El aciago de sus páginas, el capítulo terminal de sus historias puede ser, sin duda, el desenlace que les deparaba, el precio que pagarían por la relevancia de sus visiones, el pensamiento que las trascendió más allá de la muerte. Es pesimista y sombrío, pero no deja de ser la muerte más poética de todas y la más trágica. Por todo eso es que me identifique con ellas: embriagada de sentido, enajenada de arte y poesía, aguardando el acto creativo, pretendiendo ser ni tan brillante ni tan suicida.