El terror no se encuentra en la sangre o en
el cuchillo que adquiera más filo. No está en un cañón de guerra ni en la
ametralladora más atemorizante. Tampoco se encuentra en historias donde habitan
fantasmas y secuestran campesinos para encerrarlos en calabozos. No es ni
Drácula con sus colmillos atacando doncellas, ni Frankenstein escapando del
laboratorio, ni la más cruel de las versiones de Mr. Hyde en la Londres
victoriana. El terror está en las emociones, en la propia alma de quien
experimenta abismos infernales, en las situaciones más cotidianas. En quien cae
en la locura y se encierra en su propia camisa de fuerza, aquella simbólica
compañía de quien no encuentra salida para su tormento. Está en las relaciones
humanas, en los más enfermizos vínculos que se contraen, en el ir y venir de la
existencia, en los llantos al vacío, en la más latente ausencia, en las
pesadillas que vivenciamos despiertos.
Una
casa puede convertirse en el escenario más terrorífico, una silla o una mesa
ser la utilería más fatal para el desarrollo de una historia. La mente sucumbe
en los momentos más rutinarios de quien la padece, la alcoba se transforma en
un desierto; testigo de nuestros vaivenes interiores. El dolor se plasma en
todos los ámbitos del atormentado, y el crimen final es el que nos quita el
aliento. El terror está donde menos se lo espera.