Ilustración: Nicolette Ciccoli
Con frecuencia hago
intentos de no detenerme a realizar evocaciones de lo acontecido en un tiempo
pasado. Me mantengo ocupada, y disfrazo mis necesidades retroactivas con un sin
fin de tareas y actividades inconclusas. Pero me es inevitable no recordar que
hace diez años vivía mis diecisiete, y pese a haberlos comenzado sumida en un
abismo existencial, que mantengo alejado con inexorables cantidades de palabras
y trazos, puedo recordar que fue un año que trascurrió en una sucesión de
descubrimientos, que no podría decir que no me direccionaron hacia la persona
que terminé por convertirme.
Mis diecisiete años
fueron el momento en el que reaccioné y descubrí que no anhelaba trabajar como
profesora de literatura ni mucho menos hacer crítica literaria. Fue el año en
que las palabras se disiparon, porque, ya lo ha dicho Cortázar: «Las palabras nunca alcanzan, cuando lo que hay que decir
desborda el alma». Redescubrí el mundo
estético, el que me había acompañado durante ese corto tramo. Me refugié en la
materialidad, en la obsesión por lo cromático, en la poética visual.
En esos tiempos
comprendí, también, que las escuelas están construidas sobre el prototipo de
cárceles, que aprisionan a las mentes a través de formas de disciplinamiento, y
que, si no hubiese sido por algunos profesores, que destinaban algunas de sus
horas de trabajo en hacer militancia, tal vez no hubiese tenido la necesidad de
escribir esto. Puede que las clases de ciencias se convirtieran en debates
sociológicos y poco aprendí de cálculos, anatomía y compuestos; pero no era
relevante, porque de esa manera fui afianzando el valor de la enseñanza pública
y democrática.
Fue el año en que
comenzó a parecerme sospechoso el pequeño espacio que ocupaba, en aquellas
celdas, el arte en todas sus expresiones. Llegó el día en que comprendí que no
podría alcanzar la dicha, porque yo aspiraba a la vida bohemia, a trazar todas
las hojas que encontraba en mi camino con dibujos que a nadie le importarían,
arrojar todo tipo de convenciones hacia un precipicio, encontrar el sentido
produciendo cosas que, a simple vista, parecieran no tenerlo.
Fue la vez que visité
una muestra visual en la galería de un teatro, y descubrí el arte conceptual.
La primera que me indigné frente a un cuadro, y sentí un vacío gigante en medio
de una sala de exposición, y en el camino a casa me cuestioné el universo
artístico por primerísima vez en estos diez años. Fue la edad en que me volví
feminista, que logré entender que el sexo no condiciona al género. Que vivimos
en un entramado simbólico que nos aprisiona y encasilla, que nunca más volvería
a comprender la realidad como creía comprenderla hasta ese entonces. Me volví
tolerante, y dejé de expresarme con ciertas palabras y descubrí, con el tiempo,
que se vive más libre y feliz de esa forma, pero más indignado.
La vez que no lo soporté, mientras veía La
noche de los lápices, y juré nunca callar mis ideas. Que tomé la decisión
de estudiar artes visuales, uno de esos lenguajes que parece que el sistema
considera que no es importante aprender. Que oí por primera vez la palabra «contracultura», y me entusiasmé
mientras comprendía su significado. Leí sobre el mundo de los años sesenta, e
indagué respecto al Instituto di Tella y esa explosión de ideas que en mi país
se exterminó. Comenzó a gustarme la psicodelia y lo pictórico, mientras me
idealizaba, distante de todas esas ataduras que el género condiciona.
Mis diecisiete fueron el año que comprendí que uno puede
llegar a convertirse en todo lo que ambiciona ser. Me desuní de aquella ligazón
que me retenía, de los sujetos que me cuestionaban por bufonearme sin
escrúpulos de las convenciones, de los preceptos culturales y de los mandatos
ridículos, que intentaban convertirme en todo lo que aborrezco. Porque es el único
método de resistencia que tenemos los humanos a veces: dejar prejuicios,
espacios y personas para lograrlo.