Hace un tiempo quise
retomar la película emblemática La sociedad de los poetas muertos. Su
argumento refleja un clima de época, en este caso la prohibición del deseo como
temática principal y, a su vez, las relaciones de corte verticalistas.
Neil tenía en claro
que no quería convertirse en médico y anhelaba formarse como artista. Tener
conciencia de lo que queremos y saber cómo buscarlo es más difícil de lo que se
cree. Salirse de los mandatos familiares y los grandes mandatos culturales es
un trabajo psíquico que no todos tienen la valentía de afrontar, porque una vez
que aparece con claridad no hay nada que pueda detenerte para lograr
conseguirlo. Así como en la película, el protagonista prefiere la muerte antes
que cumplir con el mandato paterno, y todas sus exigencias que hoy nos parecen
ridículas, atravesar la vida como otra persona ni siquiera vale la pena
vivirla.
Así fue como terminé, una vez más, sintiendo
cierta identificación con dicho personaje, cuya vida dependía de formarse como
actor y demostrar su potencial al mundo. El final injusto de la película
refleja cómo en algunas familias el mandato paterno es tan fuerte y violento
que hasta podría ocurrir una tragedia con tal de no ser cumplido. Y se podrían
pensar finales alternativos en donde Neil se escapa de su hogar con el objetivo
de formarse como actor y no volver a tener contacto con su familia, o si de
verdad terminara en una escuela militar, pero lograra escaparse e irse con
ayuda de sus amigos a otra ciudad, etc., pero la película tiene el final más
trágico que podía tener que es un adolescente, lleno de sueños e ideales,
muerto.
Las sociedades serían muy diferentes si sus
miembros pudieran lograr alcanzar y reconocer lo que en el fondo desean, ya que
ésta es la fuerza que como humanos nos impulsa, desde el acto más pequeño hasta
el más grande, y nos realiza en este trayecto sin sentido que llamamos vida.
Esto sería ser más como Neil, y quedarnos con su fuerza, con su impulso de
satisfacer su deseo. Lo que nos moviliza, y parece nunca llegar, con el fin de
disfrutar el trayecto de poder, aunque sea, rozarlo con los dedos.