martes, 4 de febrero de 2020

El número siete


                                                   Ilustración: Nicolette Ciccoli


Con frecuencia hago intentos de no detenerme a realizar evocaciones de lo acontecido en un tiempo pasado. Me mantengo ocupada, y disfrazo mis necesidades retroactivas con un sin fin de tareas y actividades inconclusas. Pero me es inevitable no recordar que hace diez años vivía mis diecisiete, y pese a haberlos comenzado sumida en un abismo existencial, que mantengo alejado con inexorables cantidades de palabras y trazos, puedo recordar que fue un año que trascurrió en una sucesión de descubrimientos, que no podría decir que no me direccionaron hacia la persona que terminé por convertirme.

Mis diecisiete años fueron el momento en el que reaccioné y descubrí que no anhelaba trabajar como profesora de literatura ni mucho menos hacer crítica literaria. Fue el año en que las palabras se disiparon, porque, ya lo ha dicho Cortázar: «Las palabras nunca alcanzan, cuando lo que hay que decir desborda el alma». Redescubrí el mundo estético, el que me había acompañado durante ese corto tramo. Me refugié en la materialidad, en la obsesión por lo cromático, en la poética visual.

En esos tiempos comprendí, también, que las escuelas están construidas sobre el prototipo de cárceles, que aprisionan a las mentes a través de formas de disciplinamiento, y que, si no hubiese sido por algunos profesores, que destinaban algunas de sus horas de trabajo en hacer militancia, tal vez no hubiese tenido la necesidad de escribir esto. Puede que las clases de ciencias se convirtieran en debates sociológicos y poco aprendí de cálculos, anatomía y compuestos; pero no era relevante, porque de esa manera fui afianzando el valor de la enseñanza pública y democrática.

Fue el año en que comenzó a parecerme sospechoso el pequeño espacio que ocupaba, en aquellas celdas, el arte en todas sus expresiones. Llegó el día en que comprendí que no podría alcanzar la dicha, porque yo aspiraba a la vida bohemia, a trazar todas las hojas que encontraba en mi camino con dibujos que a nadie le importarían, arrojar todo tipo de convenciones hacia un precipicio, encontrar el sentido produciendo cosas que, a simple vista, parecieran no tenerlo.

Fue la vez que visité una muestra visual en la galería de un teatro, y descubrí el arte conceptual. La primera que me indigné frente a un cuadro, y sentí un vacío gigante en medio de una sala de exposición, y en el camino a casa me cuestioné el universo artístico por primerísima vez en estos diez años. Fue la edad en que me volví feminista, que logré entender que el sexo no condiciona al género. Que vivimos en un entramado simbólico que nos aprisiona y encasilla, que nunca más volvería a comprender la realidad como creía comprenderla hasta ese entonces. Me volví tolerante, y dejé de expresarme con ciertas palabras y descubrí, con el tiempo, que se vive más libre y feliz de esa forma, pero más indignado.

 La vez que no lo soporté, mientras veía La noche de los lápices, y juré nunca callar mis ideas. Que tomé la decisión de estudiar artes visuales, uno de esos lenguajes que parece que el sistema considera que no es importante aprender. Que oí por primera vez la palabra «contracultura», y me entusiasmé mientras comprendía su significado. Leí sobre el mundo de los años sesenta, e indagué respecto al Instituto di Tella y esa explosión de ideas que en mi país se exterminó. Comenzó a gustarme la psicodelia y lo pictórico, mientras me idealizaba, distante de todas esas ataduras que el género condiciona.

Mis diecisiete fueron el año que comprendí que uno puede llegar a convertirse en todo lo que ambiciona ser. Me desuní de aquella ligazón que me retenía, de los sujetos que me cuestionaban por bufonearme sin escrúpulos de las convenciones, de los preceptos culturales y de los mandatos ridículos, que intentaban convertirme en todo lo que aborrezco. Porque es el único método de resistencia que tenemos los humanos a veces: dejar prejuicios, espacios y personas para lograrlo.

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