Ilustración: Abraham Pether
El encanto por la tragedia se encuentra en una parte ser humano que ansía y busca sentir en su cuerpo las aberraciones del sufrimiento. Es una atracción contradictoria en la que, por un lado, buscamos luz, a lo que se supone que debemos de aspirar dentro de nuestras existencias; y por el otro, la atracción por la oscuridad es tan normal como buscar el tallo de una flor en crecimiento.
Lo horripilante aparece hasta en una búsqueda
estética. Escribimos literatura visceral, llenamos lienzos, nos adentramos en
la oscuridad y la perversidad del mundo por el simple placer humano y su
incapacidad de atenerse a la posible pérdida de toda la belleza luminosa de la
vida terrenal.
Somos una dualidad y
todo lo que pareciera asemejarse a una tragedia puede tener una atracción
fatal. La literatura terrorífica existió por razones concretas. Bram Stoker,
Villiers de I'sle Adam, Allan Poe hicieron su trabajo en años de guerra, cuando
la pintura era en ocasiones paisajística, no todos tenían la valentía de
representar el horror del acero. Fueron verdaderas películas de terror que
afectaron también a la pintura, así como todos los aspectos de la vida humana.
No todas las personas pueden soportar
enfrentar un cuadro de Edwar Munch, apreciarlo y regocijarse con él, la pintura
también ayuda a detectar cobardes, y es que no se puede transar con el horror
sin haber vivido un poco de oscuridad y pasar por el trayecto de verse a solas con
ella. Por eso hay almas susceptibles que no soportan esas imágenes, no pueden
hacerle frente a un lado inevitable de la condición humana.
Sin embargo, el dolor existe y se lo puede
encontrar en la producción artística. Se trata de la elección que quiera hacer
un lector o un espectador, escaparse del horror o contemplarlo y hacer las
paces con él.
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